Una mezcla de voces y ecos dio la bienvenida a Pabellón Libertad, la nueva exposición temporal de la Casa Sámano del Museo de Bogotá. El lugar, tenue y áspero, ofrecía un recorrido para pensar o sentir la libertad y el encierro.
Las puertas se transformaron en rejas y, durante cuatro horas, las y los visitantes hicieron un viaje en el que se guiaban por los sonidos, las texturas y el movimiento de la exposición. La reclusión se presentaba en los muros rugosos, en las voces filtradas por parlantes, en el contacto con barrotes, cerrojos y silencios.
—¿Qué creen que significa Pabellón Libertad?, dijo Nicole Arias, mediadora del Área de Educativa del Museo de Bogotá.
—Mariposas, espadas, puertas —fueron algunas de las respuestas.

En el centro de la sala introductoria, entre luces tenues y fotografías que parecían respirar, un sonido metálico anunció la siguiente estación. Una estructura de rejas, fría al tacto, simulaba una celda. No tenía puerta, solo una entrada angosta y un interior estrecho, sin ventanas. Uno a uno, las y los participantes fueron guiados hasta allí. Avanzaban con pasos lentos, dejándose llevar por las sensaciones que dejaba el roce del hierro y la cercanía del otro cuerpo. Por unos minutos, todos estuvieron en el centro de lo que antes era solo una idea: el encierro.
Entonces, una voz quebró el silencio. Era Harold. Dijo que las celdas reales no tienen ventanas, que allá los días se parecen entre sí. Que la libertad no siempre vuelve del mismo modo en que se va. No hablaba desde la imaginación, hablaba desde la memoria. Harold había estado allí. No en esta celda simbólica, sino en una cárcel real. Era uno de los participantes del taller Reflejos de realidad: ciudad, discapacidad y encierro, una actividad que hizo parte de la programación educativa y cultural del Museo durante junio. Esta experiencia sensorial permitió comprender el hacinamiento, la incomodidad y la delimitación de la privación de la libertad a través de la exploración de personas sordociegas.

Mientras los demás participantes recorrían cada rincón de la exposición con una curiosidad intrépida —acompañados por sonidos, imágenes y juegos que despertaban el imaginario—, Harold, en silencio, se trasladó por un instante a esos pabellones desolados de otro tiempo. Ese lugar donde pasó años sin pertenecer, sin querer quedarse, pero sin poder marcharse.
En medio de una intervención, alguien preguntó si las personas privadas de la libertad guardaban rencor. La mayoría asintió: creían que es difícil soltar ese sentimiento, dijeron. Entonces, Harold habló. Dijo que existen espacios como los talleres —como el de pastelería, que les servía mucho—, que podían distraer la mente, abrirle una rendija a la calma. Que en esos momentos el rencor se iba desvaneciendo. Y luego fue más allá: —Hay muchos tipos de encierro, dijo—: los manicomios, los hospitales, los centros de rehabilitación. También, hay gente que vive presa en su propio cuerpo. Y, entonces, todos callaban. Su relato era una memoria cruda. No hablaba para conmover, sino para contar, como si cada palabra fuera una forma de anclarse al presente. Como si todavía estuviera luchando por permanecer afuera.

El recorrido continuó y los espacios seguían transformándose. En la sala llamada Plaza al Margen, una simple cinta en el suelo bastó para trazar el encierro. De un lado, las mujeres. Del otro, los varones. Harold tomó el mando con una naturalidad que imponía respeto. No era una actuación: era un regreso. Indicó los límites del encierro, explicó los códigos, marcó los silencios. Durante unos minutos, todos compartieron ese mundo invisible: el del control, la vigilancia, la falta de espacio.

Y fue entonces, cuando el taller parecía apenas un juego de roles, que lo esencial se volvió evidente: no se trataba de imaginar cómo es una cárcel, se trataba de entender que hay quienes, aun afuera, siguen buscando la puerta.
La cinta en el suelo fue retirada. Las voces se mezclaron otra vez.
Esa tarde no guardó solo objetos, sino también palabras.
En las salas de la exposición quedó flotando una idea: que la libertad no siempre es visible, y que a veces —como dijo Harold— el encierro puede estar en el cuerpo, en la mente, o en los recuerdos que no terminan de irse.

Por: Angie Ramírez
Comunicaciones Museo de Bogotá y Museo de la Ciudad Autoconstruida