En Bogotá, el patrimonio también se pronuncia. Se cruza en una frase, se reconoce en un apodo, se hereda en un gesto verbal. Hay memoria en cómo pedimos un tinto, en cómo llamamos al policía, en cómo insultamos o coqueteamos. De eso trata el Bogotálogo. Usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá / Vida de barrio, libro que regresa con una cuarta edición —ampliada, callejera, crítica y barrial— publicada por el Sello Editorial IDPC.
Más que una reedición, esta nueva entrega es un ejercicio de archivo vivo. “Lo lindo es que para la ciudad se vuelve una herramienta. Este libro quedará como una producción de conocimiento alrededor de la ciudad”, dice su autor, el escritor y cronista Andrés Ospina, quien presentará el libro el próximo jueves 22 de mayo a las 5:00 p. m. en el Centro Felicidad Chapinero, en un evento organizado por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural – IDPC y la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte – SCRD; una conversación de Andrés Ospina junto al periodista Eduardo Arias, sobre lo que decimos todos los días y lo que eso dice —o calla— sobre la ciudad que habitamos.
Desde que apareció en 2012, el Bogotálogo ha documentado más de 4.000 expresiones del español hablado en Bogotá: frases, refranes, palabras inventadas, regionalismos reapropiados, eufemismos de esquina, expresiones del bus, del barrio, del colegio, del centro, del sur. Pero no se trata de un diccionario anecdótico. Es una obra que se interroga, como lo hace su autor, sobre el poder del lenguaje: “El libro me ha enseñado a escucharme y a corregirme. A hacerme responsable de lo que digo. Hay expresiones que duelen. No puedo embellecerlas con humor. Algunas las escribí con parquedad, porque me dolían”.
Por eso el humor del Bogotálogo no es burla ni comedia. Es estrategia crítica. “Yo no podría crear una ética, pero sí puedo decir que en algunos casos me abstengo de hacer chistes. Sé que podría malinterpretarse. El humor también tiene límites cuando se trata de memoria y violencia”.
Esa tensión entre lo popular y lo violento, entre lo oral y lo político, es uno de los ejes que recorre el libro. También lo atraviesa otra tensión menos visible: la de llevar lo oral al papel. ¿Qué pasa cuando una lengua viva, que muta y se contradice, se congela en una entrada escrita? Ospina reconoce esa dificultad: “El Bogotálogo es una manera de hacer historia urbana, pero no oficial. Escribí estas palabras tras investigar, recorrer barrios, leer foros, escuchar conversaciones, revisar medios antiguos, ver televisión y sobre todo, ponerme a la escucha de lo que cambia y lo que resiste”.

Y lo que cambia es mucho. Entre la primera y la cuarta edición hay frases nuevas, otras caídas en desuso, expresiones que saltaron de lo digital al habla, y viceversa. “‘Estamos melos’, ‘obvio sí’, ‘obvio no’… esas no existían hace doce años. Son expresiones centennial. Y eso cambia cómo hablamos, pero también cómo nos entendemos”.
Para dar cuenta de esas mutaciones, esta edición incorpora un juego interactivo, un recorrido por palabras que permite navegar Bogotá con otra brújula: la de lo dicho. También suma imágenes del Álbum Familiar de Bogotá, una colección de fotografías íntimas que dialogan con el archivo oral del libro. “Una palabra, junto a una foto de infancia o de fiesta barrial, cambia de sentido. Se encarna, se vuelve entrañable”, dice Ospina.
Este cruce entre palabra e imagen no es casual. Es parte de una apuesta editorial que busca expandir la idea de patrimonio. “El idioma, como el patrimonio, es vivo, dinámico, cambiante. En él habita nuestra historia, nuestras maneras de expresarla y compartirla”, afirma Eduardo Mazuera, director del IDPC. “Por eso esta edición dedicada a la vida de barrio nos permite adentrarnos en Bogotá a una escala más próxima”.
Esa madurez no es solo del texto. También lo es del proyecto editorial. El Sello del IDPC ha consolidado una línea de publicaciones que entiende el patrimonio no como objeto inerte, sino como una conversación en movimiento. Una conversación que integra saberes diversos, escucha lo cotidiano, y se pregunta por lo que excluye lo oficial. En ese contexto, el Bogotálogo no solo documenta expresiones: las pone en diálogo con la historia social de Bogotá.
Y esa historia —como la lengua— está en disputa. Andrés Ospina lo advierte: “Muchas palabras han desaparecido porque desaparecieron sus referentes. Nadie dice ya ‘nudo tranviario’. Los jóvenes comparten más códigos con alguien de Lima o Ciudad de México que con sus abuelos. Eso no es ni bueno ni malo. Pero sí me preocupa que perdamos lo que nos hace distintos. No por nacionalismo, sino por afecto”.

Entonces, ¿por qué releer el Bogotálogo hoy? Porque cuando todo tiende a homogeneizarse, recordar cómo hablamos —y cómo lo hemos dejado de hacer— es también resistir. Porque cada palabra arrastrada desde la infancia, desde el barrio, desde el juego, es una pista de lo que fuimos. Porque la lengua no es solo instrumento: es también lugar de pertenencia, frontera, refugio y espejo.
Y porque, como dice el propio libro, Bogotá es la ciudad donde hasta las palabras tienen barrio y memoria.